Històries com esta ens les expliquen, de tant en tant, tot i que no deixa de passar, a cada moment, en molts llocs d'este planeta que "compartim".
Maltractem de moltes maneres als nostres companys de viatge, d'aquí o d'allà, maltractem el planeta, ens maltractem a nosaltres mateixos i... què fem? Som conscients del que passa? Som conscients del que fem o deixem de fer perquè això continuï succeint? Som conscients que no fem prou per evitar-ho? Som conscients de que no és una prioritat ser conscients? Som conscients de que ho podríem evitar?
"Era un niño de siete años, murió anoche de hambre", dice uno de los enfermeros del hospital de Banadir en Mogadiscio. El cuerpo del pequeño Omar, cubierto con varias sábanas, descansa dentro de una especie de cuna tapada por una tela azul y una mosquitera que ya no tiene mucho sentido.
"Ocurre a menudo y en el hospital hay más como él, los familiares tienen que venir a recoger el cuerpo, pero no tienen medios para pagar por el transporte o para la tumba, así que aquí siguen", explica el enfermero con naturalidad antes de salir y seguir su ronda en otra habitación.
En el hospital materno-infantil de Banadir hay 3.155 niños ingresados, aunque su capacidad es de 400 camas, lo que le convierte en el mayor de Somalia. En junio y julio, 140 niños murieron en este hospital y cada día están muriendo dos o tres niños más. Enfermedades como el cólera, la diarrea y el sarampión matan a los pequeños, aunque la causa de fondo es la malnutrición.
En total, más de 25.000 niños menores de cinco años han muerto en Somalia en los últimos meses a causa de la hambruna, según la agencia de cooperación de Estados Unidos. En todo el Cuerno de África, son más de 12 millones las personas afectadas por una crisis humanitaria desencadenada por la peor sequía en la región en seis décadas. "El problema es que los padres traen a sus hijos cuando ya sufren malnutrición severa porque antes prueban con medicina tradicional; hay niños que se apagan y otros que se quedan", explica otro enfermero, Abdi Mohamed, mientras administra el gotero a una niña escuálida en un espacio habilitado con camillas para poder atender más casos.
Mohamed tiene 32 años y los pómulos hundidos por una gran delgadez y solo la bata blanca lo diferencia de los pacientes. Él es uno de los 40 enfermeros del hospital, todos ellos voluntarios sin sueldo, igual que los 15 médicos, los 90 auxiliares y los casi 100 limpiadores y administrativos. "Cuando puedo y si tengo tiempo, como algo", responde Mohamed antes de añadir, "pero ahora no puedo hablar, mi gente se está muriendo".
En una de las camillas yace Yirow, un niño de cuatro años con aspecto de bebé cuyo cuerpo desnudo no deja de temblar. "Tiene sarampión", explica cansadamente su padre, Ali Mohamed, mientras con un cartón intenta apartar las decenas de moscas que acosan a Yirow.
Ali Mohamed, su mujer y sus ocho hijos llegaron hace un mes desde Baidoa, a unos 250 kilómetros de Mogadiscio. "Otros dos de mis hijos y mi mujer también están en el hospital, y el más pequeño murió cuando llegamos, tenía dos años y fue también por sarampión", continúa diciendo en un tono monótono.
La guerra entre Al Shabab y el Gobierno es la fase más reciente de un conflicto que dura desde 1991 y es también causa de la hambruna.
"Esta es la peor situación que recuerdo, igual que en el 92", dice la doctora Luul Mohamud Mohamed, jefa del ala de pediatría. Ese año, otra hambruna mató a unas 300.000 personas en Somalia.
"Desde abril, cada vez recibimos más pacientes, y en las últimas semanas nos llegaban mujeres y niños con heridas de balas y por explosiones", asegura Luul Mohamed, que critica la falta de asistencia de la comunidad internacional. "Recibimos material y medicinas de varias organizaciones, pero muchas veces nos dan lo que ellos quieren, no lo que necesitamos, porque no vienen a ver la situación y no nos preguntan".
El hospital tampoco recibe ayuda del Gobierno somalí y vive de las donaciones de particulares, explica Luul Mohamed.
Finalmente, ella misma llama a una ambulancia para que recoja el cuerpo de Omar, el niño de siete años que murió en la noche del lunes. Dos hombres llevan su cuerpo a una pequeña habitación separada del edificio principal del hospital mientras la madre y otras dos mujeres miran en silencio.
Allí, muy lentamente, retiran todas las sábanas que lo cubren menos una, que ajustan bien al cuerpo. Entonces empiezan a lavarlo con ternura echando agua desde unos bidones. Al otro lado del muro del recinto del hospital hay un cementerio del que ahora llegan los cantos alegres de un grupo de niños. Vienen de uno de los campos de desplazados que se han formado en las últimas semanas y que se ha establecido en este cementerio.
Poco después llega la ambulancia, pero el problema es que apenas queda sitio para tumbas en Mogadiscio y la familia no sabe dónde va a poder enterrar a Omar.
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